jueves, 24 de julio de 2008

Sandunga o de la luna menguante

La voz me hablaba de un lugar maravilloso, al otro lado del camino.

De árboles grandes, llenos de flores naranjas. De noches estrelladas y casas con tejados desde donde se aprecia el pueblo entero. Jardines con estanques cristalinos y grandes peces de múltiples colores. De comida exquisita y bebidas reconfortantes. Fiestas exuberantes, mujeres con vestidos hermosos, tradición.

Pero nada había dicho del ritmo que movía a ese pueblo. Sandunga, de Ramón Ortiz, me hizo soñar despierta:

Era luna nueva cuando el hombre recibió la noticia de que su madre estaba enferma de gravedad. Con prisa se preparó para cruzar el mar, sabiendo que el mensaje había sido enviado hacía más de un mes y que él tardaría otro más en llegar a su antiguo hogar.

La luna y él se conocieron durante el viaje, casi todas las noches se pasaba mirando la oscuridad a lo lejos, hacía la tierra de su niñez. Y él le contaba cómo era vivir ahí, cerca del mar y de su madre; cuando sus más grandes problemas se solucionaban durmiendo en sus brazos, o tomando chocolate a su lado.

La luna lo escuchaba atenta y fue tomando cariño a este hombre que tanto admiraba a su mamá. La luna decidió concederle un deseo, cuando él quisiera. Unos días antes de que volviera a ser luna nueva por fin llegaron a tierra firme, ahí se despidieron.

A la tarde siguiente llegó a su casa, pero fue demasiado tarde. LLorando, con su madre en brazos, habló a la luna y le pidió que cada vez que fuera posible, lo dejara quedarse dormido en su regazo.

Afortunado él cuando la nostalgia lo visita en días de luna menguante.

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