miércoles, 28 de octubre de 2009

Qué bonita se veía la ciudad de noche

El avión aterrizaba en una noche fría de noviembre. Mirando a través de la ventanilla el placer por lo desconocido volvía a llenar su corazón de energía, la promesa de nuevas experiencias se reflejaba en sus ojos. Y sin embargo un escalofrío de terror corría por su sangre. Este mundo sería muy distinto al suelo en donde creció.

Se decía en su tierra que aquéllos que volvían eran incapaces de conciliar el sueño, ahí donde las noches eran en verdad oscuras y uno tenía que confiar en que el sol volvería a salir para iluminarlo todo al día siguiente. En las grandes ciudades todo el mundo se ocupa con ahínco de llenar el vacío con luz, en el fondo carecen de la certeza de que el vacío no puede extenderse. Por si las dudas montan guardias y ponen en marcha aparatos que al día siguiente darán cuenta de lo que sucede (por lo general, nada) durante su sueño. Qué bello, en cambio, sentir la confianza de caminar largo rato durante la noche, caminar por la alameda del pueblo sin necesidad de abrir los ojos (por que lo mismo daría), y saber que uno pasa al lado de aquéllos lugares tan bonitos a la luz natural: la fuente, un mercado, el balcón de la mujer amada.

Allá en el pueblo la última imagen que uno conserva del día es el atardecer y algunas flores cerrando sus pétalos. Entonces uno sí que percibe con todos los demás sentidos, los secretos que la luz opaca se revelan en todo su esplendor. Los sonidos se hacen más suaves, pero a la vez más claros, algunos pueden escuchar el estado de ánimo de los que están a su lado y cómo el viento lo revuelve todo, cómo la tierra misma se va adormilando. El mundo también descansa de los hombres. Otros son capaces de distinguir el olor de cada día, en enero huele a romero, algunos días de primavera huelen a canela y cuando es otoño las noches se llenan de la esencia característica de las hojas doradas que se desprenden. Y todos tienen la capacidad de distinguir claramente la distancia entre ellos y los objetos que los rodean, es como si sus orejas también fueran sensibles a las pequeñas vibraciones de todo cuando existe.

Él solía dormir con las ventanas abiertas para seguir en contacto, aún en sueños, con la plaza y los jardines. En cambio, en esta nueva cuidad al principio tendría que usar gruesas cortinas para que la luz de los espectaculares y los monumentos no afectaran sus cualidades nocturnas. Pero dicen que hasta el más arraigado cede al final a las noches agitadas de la ciudad, que tarde o temprano cambian sus apacibles paseos nocturnos por otros en donde más que dejarse sentir el mundo se preocupan por confirmar que las cosas siguen ahí donde el sol las dejó.

Ella estaba segura de que él no cambiaría todos sus demás sentidos sólo por la comodidad de ver también entre sol y sol. Pero él ya salía entusiasmado del aeropuerto, qué bonita se veía la ciudad de noche...